martes, 27 de septiembre de 2016

IX

IX.  Noveno, esa es la única referencia que obtengo de mi propia persona cuando intento recordar quién soy.  Mi mente está poblada de vacío y negrura, una negrura perturbadora en la que se esconden mil y un demonios que me asaltan en horrendas pesadillas.  Intuyo que hay algo de verdad en ellas pues se han apoderado de mí incluso cuando el sol brillaba alto en su cenit.  Mi mente fracturada intenta recomponerse poco a poco.  Día a día descubro que soy más de lo que creo ser.  Conocimientos que no sabía tener de repente pueblan mis ideas.  Recuerdo lugares, nombres a los que no puedo asociar un rostro y rostros que carecen de nombre.  Los hay de hombres, mujeres, niños y niñas, algunos ataviados con excelsos ropajes, otros, más sucios pero más nobles, cubiertos con simples túnicas y manos callosas.  Estos últimos me resultan más simpáticos.
Lo primero que recuerdo es hallarme a la vera de un río torrentoso.  Mis ropas, o lo que quedaba de ellas estaba quemada, mojada y desprendía un hedor ponsoñoso.  Me despojé de ellas quedándome sólo con los pantalones y el cinto del que pendían dos espadas cortas desgastadas.  Me alimenté de bayas y pequeños animales que con mucho esfuerzo conseguía cazar.  Hice de una cueva en las montañas mi refugio y me hubiese quedado allí por el resto de mi vida si no fuera por esta inquietante sensación que me impulsa a saber quién soy.  Algo me decía que debía avanzar hacia el norte, en sueños un castillo en ruinas se me mostraba.  Había algo maligno atrapado allí, algo que me prometía desgracia y dolor, algo que se encargaria de hacerme sufrir, algo que debía ser desterrado por mi.
Fue así como empezó mi viaje, como comencé a escribir mi historia

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